Un impuesto progresivo
El Impuesto a las Ganancias es uno de los pocos tributos progresivos que se cobran en Argentina. Según información de la AFIP, en 2011 su recaudación alcanzó los 108.000 millones de pesos, lo que equivale al 18,54 por ciento de la recaudación nacional total. En los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) esta participación ronda una media del 35 por ciento. En nuestro país, las empresas (personas jurídicas) aportaron el 71 por ciento de dicha recaudación y las personas físicas (autónomos y trabajadores en relación de dependencia) lo hicieron en un 29 por ciento. En cambio, en los países que integran la OCDE la situación es la inversa, cerca del 75 por ciento del impuesto lo tributan las personas físicas y el 25 por ciento restante las empresas.
Para alcanzar aquí esa proporcionalidad las personas físicas deberían tributar casi cinco veces más que lo que hacen ahora. Esto no significa que esa diferencia deban aportarla los asalariados: simplemente es la constatación de un hecho que debe modificarse si queremos un país más justo e inclusivo.
Un Estado activo en políticas públicas para el desarrollo y la igualdad social se asienta sobre la base de recaudar recursos suficientes para sostener la provisión de bienes y servicios públicos de calidad (salud, educación, previsión social, empleo, justicia y seguridad) para toda la población en todo el territorio nacional. Estos recursos deben provenir de un sistema tributario en el que más paguen los que más tienen. Sin dudas, el Impuesto a las Ganancias (junto con el Impuesto a los Bienes Personales) está dentro de la categoría de los denominados “impuestos progresivos”, porque gravan manifestaciones directas de la riqueza y además porque su escala es creciente en función del nivel de ingresos y/o patrimonio. Es decir, que cuanto mayor es el ingreso, más alta es la proporción de ese ingreso que se entrega al Estado como impuesto.
En 1997 una investigación de Gómez Sabaini y Rossignolo demostraba que el sistema tributario argentino era regresivo: en términos relativos pagaban más los que menos tienen. En 2006, los mismos autores, en un estudio similar, concluyeron que la situación había tenido una mejora, fundamentalmente debido a la aplicación de retenciones a la exportación de algunos productos primarios, al impuesto a los débitos y créditos bancarios y a la mejora en la recaudación del Impuesto a las Ganancias. Todas decisiones cuestionadas por los sectores concentrados de la economía al lado del cual ahora se coloca el líder de la CGT, Hugo Moyano.
Los que poseen un salario mensual del orden de los 10.000 pesos son menos del 15 por ciento de la población argentina. En ese contexto, ¿es justo que los que están en el tope de la pirámide de ingresos contribuyan con algo más que lo que lo hace el 85 por ciento de menores recursos al sostenimiento de los servicios que brinda el Estado?
Esta es la cuestión de fondo que deberían considerar los dirigentes sindicales. ¿Cómo asegurarse que los trabajadores autónomos tributen en función de sus verdaderos ingresos? ¿Cómo enfrentar a los propietarios rurales que no quieren actualizar mínimamente los valores de sus tierras? ¿Cómo construir el poder necesario para que la renta financiera pague impuestos a las ganancias?
Cuando Hugo Moyano, antes defenestrado y ahora mimado por las corporaciones mediáticas, sostiene que los aumentos salariales quedan en un segundo plano, porque si no se aumenta el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias de las personas físicas, ese incremento se lo termina “llevando el Gobierno”, no sólo está diciendo algo incorrecto, sino que asume como propio el discurso de los propietarios rurales y el poder económico-financiero.
Una cosa es sostener que debe actualizarse el piso de la imposición, lo que en un contexto de aumento del costo de vida es razonable, y otra muy distinta es alinearse con quienes quieren un Estado desfinanciado y un mercado omnipotente.
nota original
Para alcanzar aquí esa proporcionalidad las personas físicas deberían tributar casi cinco veces más que lo que hacen ahora. Esto no significa que esa diferencia deban aportarla los asalariados: simplemente es la constatación de un hecho que debe modificarse si queremos un país más justo e inclusivo.
Un Estado activo en políticas públicas para el desarrollo y la igualdad social se asienta sobre la base de recaudar recursos suficientes para sostener la provisión de bienes y servicios públicos de calidad (salud, educación, previsión social, empleo, justicia y seguridad) para toda la población en todo el territorio nacional. Estos recursos deben provenir de un sistema tributario en el que más paguen los que más tienen. Sin dudas, el Impuesto a las Ganancias (junto con el Impuesto a los Bienes Personales) está dentro de la categoría de los denominados “impuestos progresivos”, porque gravan manifestaciones directas de la riqueza y además porque su escala es creciente en función del nivel de ingresos y/o patrimonio. Es decir, que cuanto mayor es el ingreso, más alta es la proporción de ese ingreso que se entrega al Estado como impuesto.
En 1997 una investigación de Gómez Sabaini y Rossignolo demostraba que el sistema tributario argentino era regresivo: en términos relativos pagaban más los que menos tienen. En 2006, los mismos autores, en un estudio similar, concluyeron que la situación había tenido una mejora, fundamentalmente debido a la aplicación de retenciones a la exportación de algunos productos primarios, al impuesto a los débitos y créditos bancarios y a la mejora en la recaudación del Impuesto a las Ganancias. Todas decisiones cuestionadas por los sectores concentrados de la economía al lado del cual ahora se coloca el líder de la CGT, Hugo Moyano.
Los que poseen un salario mensual del orden de los 10.000 pesos son menos del 15 por ciento de la población argentina. En ese contexto, ¿es justo que los que están en el tope de la pirámide de ingresos contribuyan con algo más que lo que lo hace el 85 por ciento de menores recursos al sostenimiento de los servicios que brinda el Estado?
Esta es la cuestión de fondo que deberían considerar los dirigentes sindicales. ¿Cómo asegurarse que los trabajadores autónomos tributen en función de sus verdaderos ingresos? ¿Cómo enfrentar a los propietarios rurales que no quieren actualizar mínimamente los valores de sus tierras? ¿Cómo construir el poder necesario para que la renta financiera pague impuestos a las ganancias?
Cuando Hugo Moyano, antes defenestrado y ahora mimado por las corporaciones mediáticas, sostiene que los aumentos salariales quedan en un segundo plano, porque si no se aumenta el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias de las personas físicas, ese incremento se lo termina “llevando el Gobierno”, no sólo está diciendo algo incorrecto, sino que asume como propio el discurso de los propietarios rurales y el poder económico-financiero.
Una cosa es sostener que debe actualizarse el piso de la imposición, lo que en un contexto de aumento del costo de vida es razonable, y otra muy distinta es alinearse con quienes quieren un Estado desfinanciado y un mercado omnipotente.
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