Evita y Perón
La mayoría de este país siempre fue devota de Evita y, sin embargo, durante cincuenta años parecía que todo el mundo la odiaba. Fue el síntoma de que durante por lo menos cincuenta años esa mayoría estuvo excluida de la opinión pública y de esos medios que declaman objetividad e independencia. La onda expansiva del odio que le tuvieron produjo esa historia denigrante con su cadáver y demostró que el trasfondo del odio era en realidad el miedo que le tenían, como lo plantea tan perfectamente Rodolfo Walsh en el cuento “Esa mujer”.
En esa parte careta de la sociedad, siempre nada es lo que parece. Y el resto de la sociedad, por lo menos la parte que más contribuye a la construcción de ese sentido común simplón y sinuoso, tiene contagios esporádicos. Se contagia lo enfermo, que en este caso es el caretismo y la hipocresía, por ejemplo decir que se está de acuerdo con algo y hacer lo contrario. Cuando la hipocresía se convierte en la matriz de un sistema de funcionamiento social quiere decir que se ha podido divorciar la palabra de la vida. Se ha podido lograr así que la palabra no comprometa, que tome un camino independiente al que toma el que la pronuncia. En esa disociación está la base de una sociedad hipócrita.
En ese sentido, hablar de Evita es como hablar del Che, porque los dos tuvieron esa decisión casi brutal de decir lo que se piensa y hacer lo que se dice. O sea todo lo contrario a la hipocresía.
Los jóvenes detestan la confusión que genera el vaciamiento del lenguaje. Es un momento de mucho aprendizaje en la vida. Están desesperados por entender y ese vaciamiento los llena de confusión, ellos necesitan que las palabras describan la vida y que no la disfracen, porque si lo hacen, no podrán entender esa realidad que empiezan a afrontar. Cuando se defrauda la palabra, los principales afectados, los más defraudados, serán los jóvenes.
Por eso habrá siempre una fuerte atracción de los jóvenes hacia los referentes que demuestran que dicen lo que piensan y hacen lo que dicen. Hacia los que asuman un pacto entre las palabras y el hacer al punto en que ambos serán lo mismo. Es casi el examen más difícil que deberán soportar los referentes que quieran atraer a la juventud. Esa puede ser parte de la explicación del poderoso magnetismo que han sentido varias generaciones hacia las figuras de Evita y del Che. Ellos fueron jóvenes, desinteresados, apasionados, justicieros, mártires de sus causas y además totalmente transparentes, se los puede reconocer a través de lo que dicen y de lo que hacen, no ocultan cosas en el clóset ni en la trastienda, son iguales a sí mismos por el lado que se los mire.
Aunque parezca un contrasentido, seguramente para ser así sus personalidades deberían ser bastante complejas, además de intensas. Pero la complejidad es una cosa y la hipocresía es otra. Si eso opera en sus personalidades, funciona igual sobre la realidad.
Por ejemplo, para algunos la devoción de Evita por Perón, la permanente referencia a su lealtad por el liderazgo de Perón, aparece como una concesión a su carácter irredento, sería una mancha negra en esa llamarada justiciera. Algo así está planteado en la ópera Evita y en otras interpretaciones. Si se lee así esa concesión, se entiende de una manera que la denigra todavía más, porque solamente la pueden ver como el acto de sumisión de una mujer frente a su pareja varón. O sea, una actitud condicionada por una cultura machista que Evita acataría pese a su rebeldía.
Para el que pinta ese cuadro, Perón es un aspecto negativo y Evita el positivo. Y entonces trata de separar a Evita de Perón.
Pero, de esa manera, habría entonces una Evita pública con un discurso liberador y una Evita íntima sometida al varón. Y en esa contradicción aparecería necesariamente una sombra de hipocresía. Pero lo que es más grave en ese caso es que el doblez estaría en el discurso revolucionario y lo real estaría en su actitud doméstica, hacia dentro de la pareja. O sea, aunque se haga para reivindicar a Evita, el intento de separarla de Perón en el proceso histórico, en el fondo esa actitud tiende a denigrarla.
Reivindicar a Evita necesariamente incluye también hacer por lo menos un reconocimiento del peronismo en su compleja totalidad como un gran movimiento de inclusión de masas (para usar una terminología contemporánea) y, por lo tanto, democratizador. Lo cual no quiere decir ser peronista, pero sí reconocerle esos aportes en el proceso histórico argentino. Si no se la coloca a Evita en ese contexto, no se la podrá entender, más allá de esa visión simplista y clasista que encasilla a todos los líderes populares como caudillos populistas.
Evita es protagonista de un proceso político que produce grandes transformaciones en la sociedad a favor de los sectores más postergados. Está en la cúspide de ese proceso, tiene vivencia de las dificultades para sostenerlo, tiene mucha conciencia de las fuerzas que se le oponen así como de la fuerza que es necesario reunir y mantener para profundizarlo. No ocupa un lugar testimonial, ella se suma a ese gran movimiento y se convierte en su motor, en su alma. Pero al mismo tiempo sabe que el que reúne a esa fuerza y la conduce es Perón. Como militante se da cuenta de que la ausencia de Perón implica el debilitamiento de esa fuerza y por lo tanto el fracaso de ese proceso y entonces reconoce que su lugar es uno y el de Perón es otro.
Puede ser que la relación de pareja también haya influido, pero Evita era una militante. Su permanente referencia al liderazgo de Perón no es la concesión de una mujer a su pareja, sino la que hace el individuo a un proyecto colectivo. Esa suele ser una de las diferencias entre lo testimonial y vanguardista con la acción militante que transforma la realidad: hay un reconocimiento de la fuerza que es necesario construir para generar esos cambios y la construcción de esa fuerza exige concesiones mutuas para sumar. Por eso, más allá de las discusiones y hasta las diferencias que podía tener con su pareja, Evita siempre se refería con tanta insistencia a la conducción de Perón y se esforzaba hasta la exageración para demostrar que ella no competía ni cuestionaba a Perón, sino que trabajaba por fortalecer su liderazgo. Era una decisión política muy clara en función de cómo ella valoraba la necesidad de sostener un gran movimiento de masas y la importancia que le daba a la conducción de Perón en esa tarea.
Entre todos los aspectos parecidos entre las figuras de Evita y el Che –que seguramente se hubieran sacado chispas entre sí de haberse conocido– está por supuesto esa imagen de llamarada justiciera, pero al mismo tiempo, así como Evita reconocía la conducción de Perón, el Che tenía muy claro, y lo repetía una y otra vez en sus discursos, que la conducción de la revolución cubana era Fidel. Y lo repitió más todavía en su mensaje de despedida, cuando se alejó para iniciar su proyecto continental, una carta que fue leída por el mismo Fidel para que ese alejamiento no fuera usado como un desplante del Che a la revolución.
Desde la contrarrevolución se ha tratado también de separar y oponer la figura del Che con la de Fidel a partir de las diferencias y discusiones que seguramente tenían como sucede en los procesos de la realidad. Por eso el Che se preocupaba siempre por dejar en claro su respeto al lugar de Fidel.
“Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti en los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario”, le dice en esa carta el Che a Fidel y más adelante destaca el orgullo que sintió junto a Fidel y el pueblo cubano durante la crisis de los misiles.
En esas frases, que a muchos les podrán parecer sobreactuadas, está esa misma evaluación del militante político sobre la importancia del proyecto colectivo por encima de lo individual, así como la necesidad de mantener la fuerza de masas como condición indispensable para sostener el proceso revolucionario y la función casi irreemplazable en esa tarea que tiene el constructor y líder de esa fuerza.
En todo caso, esa complejidad en Evita y el Che, en procesos tan diferentes pero con cargas parecidas, los enaltece aún más en la inteligencia de reconocerse como parte de procesos colectivos que van más allá de sus suertes individuales y que en esos procesos hay roles diferentes, incluso más importantes que ellos mismos.
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eva y peron grandes conductores... |
En esa parte careta de la sociedad, siempre nada es lo que parece. Y el resto de la sociedad, por lo menos la parte que más contribuye a la construcción de ese sentido común simplón y sinuoso, tiene contagios esporádicos. Se contagia lo enfermo, que en este caso es el caretismo y la hipocresía, por ejemplo decir que se está de acuerdo con algo y hacer lo contrario. Cuando la hipocresía se convierte en la matriz de un sistema de funcionamiento social quiere decir que se ha podido divorciar la palabra de la vida. Se ha podido lograr así que la palabra no comprometa, que tome un camino independiente al que toma el que la pronuncia. En esa disociación está la base de una sociedad hipócrita.
En ese sentido, hablar de Evita es como hablar del Che, porque los dos tuvieron esa decisión casi brutal de decir lo que se piensa y hacer lo que se dice. O sea todo lo contrario a la hipocresía.
Los jóvenes detestan la confusión que genera el vaciamiento del lenguaje. Es un momento de mucho aprendizaje en la vida. Están desesperados por entender y ese vaciamiento los llena de confusión, ellos necesitan que las palabras describan la vida y que no la disfracen, porque si lo hacen, no podrán entender esa realidad que empiezan a afrontar. Cuando se defrauda la palabra, los principales afectados, los más defraudados, serán los jóvenes.
Por eso habrá siempre una fuerte atracción de los jóvenes hacia los referentes que demuestran que dicen lo que piensan y hacen lo que dicen. Hacia los que asuman un pacto entre las palabras y el hacer al punto en que ambos serán lo mismo. Es casi el examen más difícil que deberán soportar los referentes que quieran atraer a la juventud. Esa puede ser parte de la explicación del poderoso magnetismo que han sentido varias generaciones hacia las figuras de Evita y del Che. Ellos fueron jóvenes, desinteresados, apasionados, justicieros, mártires de sus causas y además totalmente transparentes, se los puede reconocer a través de lo que dicen y de lo que hacen, no ocultan cosas en el clóset ni en la trastienda, son iguales a sí mismos por el lado que se los mire.
Aunque parezca un contrasentido, seguramente para ser así sus personalidades deberían ser bastante complejas, además de intensas. Pero la complejidad es una cosa y la hipocresía es otra. Si eso opera en sus personalidades, funciona igual sobre la realidad.
Por ejemplo, para algunos la devoción de Evita por Perón, la permanente referencia a su lealtad por el liderazgo de Perón, aparece como una concesión a su carácter irredento, sería una mancha negra en esa llamarada justiciera. Algo así está planteado en la ópera Evita y en otras interpretaciones. Si se lee así esa concesión, se entiende de una manera que la denigra todavía más, porque solamente la pueden ver como el acto de sumisión de una mujer frente a su pareja varón. O sea, una actitud condicionada por una cultura machista que Evita acataría pese a su rebeldía.
Para el que pinta ese cuadro, Perón es un aspecto negativo y Evita el positivo. Y entonces trata de separar a Evita de Perón.
Pero, de esa manera, habría entonces una Evita pública con un discurso liberador y una Evita íntima sometida al varón. Y en esa contradicción aparecería necesariamente una sombra de hipocresía. Pero lo que es más grave en ese caso es que el doblez estaría en el discurso revolucionario y lo real estaría en su actitud doméstica, hacia dentro de la pareja. O sea, aunque se haga para reivindicar a Evita, el intento de separarla de Perón en el proceso histórico, en el fondo esa actitud tiende a denigrarla.
Reivindicar a Evita necesariamente incluye también hacer por lo menos un reconocimiento del peronismo en su compleja totalidad como un gran movimiento de inclusión de masas (para usar una terminología contemporánea) y, por lo tanto, democratizador. Lo cual no quiere decir ser peronista, pero sí reconocerle esos aportes en el proceso histórico argentino. Si no se la coloca a Evita en ese contexto, no se la podrá entender, más allá de esa visión simplista y clasista que encasilla a todos los líderes populares como caudillos populistas.
Evita es protagonista de un proceso político que produce grandes transformaciones en la sociedad a favor de los sectores más postergados. Está en la cúspide de ese proceso, tiene vivencia de las dificultades para sostenerlo, tiene mucha conciencia de las fuerzas que se le oponen así como de la fuerza que es necesario reunir y mantener para profundizarlo. No ocupa un lugar testimonial, ella se suma a ese gran movimiento y se convierte en su motor, en su alma. Pero al mismo tiempo sabe que el que reúne a esa fuerza y la conduce es Perón. Como militante se da cuenta de que la ausencia de Perón implica el debilitamiento de esa fuerza y por lo tanto el fracaso de ese proceso y entonces reconoce que su lugar es uno y el de Perón es otro.
Puede ser que la relación de pareja también haya influido, pero Evita era una militante. Su permanente referencia al liderazgo de Perón no es la concesión de una mujer a su pareja, sino la que hace el individuo a un proyecto colectivo. Esa suele ser una de las diferencias entre lo testimonial y vanguardista con la acción militante que transforma la realidad: hay un reconocimiento de la fuerza que es necesario construir para generar esos cambios y la construcción de esa fuerza exige concesiones mutuas para sumar. Por eso, más allá de las discusiones y hasta las diferencias que podía tener con su pareja, Evita siempre se refería con tanta insistencia a la conducción de Perón y se esforzaba hasta la exageración para demostrar que ella no competía ni cuestionaba a Perón, sino que trabajaba por fortalecer su liderazgo. Era una decisión política muy clara en función de cómo ella valoraba la necesidad de sostener un gran movimiento de masas y la importancia que le daba a la conducción de Perón en esa tarea.
Entre todos los aspectos parecidos entre las figuras de Evita y el Che –que seguramente se hubieran sacado chispas entre sí de haberse conocido– está por supuesto esa imagen de llamarada justiciera, pero al mismo tiempo, así como Evita reconocía la conducción de Perón, el Che tenía muy claro, y lo repetía una y otra vez en sus discursos, que la conducción de la revolución cubana era Fidel. Y lo repitió más todavía en su mensaje de despedida, cuando se alejó para iniciar su proyecto continental, una carta que fue leída por el mismo Fidel para que ese alejamiento no fuera usado como un desplante del Che a la revolución.
Desde la contrarrevolución se ha tratado también de separar y oponer la figura del Che con la de Fidel a partir de las diferencias y discusiones que seguramente tenían como sucede en los procesos de la realidad. Por eso el Che se preocupaba siempre por dejar en claro su respeto al lugar de Fidel.
“Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti en los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario”, le dice en esa carta el Che a Fidel y más adelante destaca el orgullo que sintió junto a Fidel y el pueblo cubano durante la crisis de los misiles.
En esas frases, que a muchos les podrán parecer sobreactuadas, está esa misma evaluación del militante político sobre la importancia del proyecto colectivo por encima de lo individual, así como la necesidad de mantener la fuerza de masas como condición indispensable para sostener el proceso revolucionario y la función casi irreemplazable en esa tarea que tiene el constructor y líder de esa fuerza.
En todo caso, esa complejidad en Evita y el Che, en procesos tan diferentes pero con cargas parecidas, los enaltece aún más en la inteligencia de reconocerse como parte de procesos colectivos que van más allá de sus suertes individuales y que en esos procesos hay roles diferentes, incluso más importantes que ellos mismos.
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