Sin país para los ricos

Tiempo atrás, en 1863, una pequeña historia sorprendió a los lectores americanos. En “El hombre sin país”, Edward Everett Hale contó la historia de un pobre traidor sentenciado a pasar el resto de su vida navegando por el mundo sin cesar, en un exilio perpetuo, como prisionero a bordo de buques de la armada.



Los super-ricos de la actualidad son igualmente transeúntes, por elección.
Tomemos por ejemplo al cofundador de Facebook, Eduardo Saverin. Este multimillonario renunció a su nacionalidad estadounidense en 2011, un movimiento perfectamente calculado para ahorrarle potencialmente cientos de millones de impuestos cuando Facebook pasara a cotizar en bolsa.

Saverin no está solo. El número de norteamericanos que han renunciado formalmente a su nacionalidad estadounidense aumentó desde 235, en 2008, hasta 1.780 el año pasado.

¿Cuál es el desencadenante de este repentino aumento? Las autoridades fiscales estadounidenses han estado tomando medidas drásticas contra la evasión de impuestos. Esta pequeña molestia ha hecho que algunos americanos ricos, como Saverin, de origen brasileño, cortaran sus lazos con el querido Tío Sam. Simplemente pagan 450 $ por el trabajo burocrático y un “impuesto de salida” sobre ganancias no realizadas de capital si tienen activos por valor de más de 2 millones $ o si han pagado más de 151.000 $ al IRS (Hacienda) en los últimos años.

Pero los acaudalados que han renunciado formalmente a su nacionalidad son tan solo una pequeña parte de los que el Financial Times ha denominado los “super- ricos apátridas”. Estos tipos desmedidamente ricos evitan la notoriedad que da el rechazo de nacionalidad. Simplemente viven sus vidas como si no tuvieran ninguna patria.

El miembro más famoso de esta comunidad de apátridas por elección quizás sea Nicolas Berggruen, un “billonario sin casa” de 52 años con una fortuna de más de 2.300 millones $ que ha pasado la última década saltando, por todo el mundo, de un hotel de cinco estrellas a otro.

Pero son pocos los super-ricos apátridas que se deciden por suites de hotel. La mayor parte de los vagabundos acaudalados poseen residencias personales. Cantidad de ellas. Según informaciones del Financial Times del mes pasado, el patrimonio inmobiliario típico de un super- rico apátrida se compone de una o dos propiedades en su “país de residencia principal”, otra en Londres, New York, u otra “ciudad global”, una “casa de vacaciones” en un clima cálido y quizás otro refugio en algún lugar con nieve.

Esta existencia en movimiento perpetuo se ha vuelto casi de rigor entre los super- ricos, según Jeremy Davidson, un agente inmobiliario que gestiona propiedades que cuestan como mínimo 10 millones de libras, el equivalente de más de 16 millones $.

“Cuanto más dinero tienes”, explica Davidson, “más desarraigado te vuelves porque todo es posible”.
El desarraigo está empujando al alza el precio del suelo para viviendas de lujo. Tal como apunta Crain’s New York Business, este año, sin ir más lejos, solamente en Manhattan se han vendido cuatro apartamentos cooperativos de lujo por más de 30 millones $ cada uno.

¿Cuántos potenciales super- ricos apátridas están actualmente errando por el mundo? A finales del año pasado la firma consultora Wealth-X, de Singapur, estimó en 4.650, globalmente, el número de personas con una fortuna superior a los 500 millones $. Estos super- ricos detentan conjuntamente unos 6,25 billones $ en activos.

Es más que suficiente, señalan los planificadores urbanos, para causar estragos en los puntos críticos donde los super- ricos apátridas se reúnen con mayor frecuencia. Su gentrificación exagerada dispara los precios de los productos y servicios locales – poniéndolos fuera del alcance de los residentes locales.

Las mansiones y apartamentos masivos pertenecientes a estos billonarios sin raíces pueden también exacerbar la escasez local de viviendas y constituyen un ataque a cualquier sentido saludable de comunidad urbana. Los super- ricos, yendo de un lugar a otro, dejan sus propiedades desocupadas la mayor parte del año. El vacío resultante, señala la socióloga de la Universidad de Columbia Saskia Sassen, succiona la vitalidad vecinal de los grandes centros urbanos.

Los super- ricos no se dan cuenta. O no les importa. No les interesa echar raíces. Durante sus breves estancias estacionales viven aislados de la comunidad que les rodea. Solamente se aventuran en la vida pública local lo suficiente para corromperla con bagatelas para los caciques locales que prometen mantener a raya los impuestos.

El protagonista apátrida de la pequeña y clásica historia que Edward Everett Hale escribió hace casi 150 años, ansía desesperadamente volver a la sociedad que tan traicioneramente rechazó. Los super-ricos de hoy no parecen mostrar un anhelo semejante. Se lo pasan demasiado bien. A costa nuestra.

Sam Pizzigati es miembro del Institute for Policy Studies de Washington DC, editor del periódico Too Much y autor de The Rich Don’t Always Win , Seven Stories Press, New York, que se publicará en 2012.

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